Día y noche, sin comer ni dormir, seguía sentada sobre la nacarada esfera. Había preparado un mullido cojín de algas y de nada valían las consignas de sus vecinas. “¡Déjalo, no sirve de nada empollar una perla!”, “¡Estás loca, ni que fuera un huevo!”, le
decían al pasar.
Ella hacía oídos sordos a cualquier intento de
convencerla de
la absurdidad de tal propósito y continuaba su sagrada
misión.
Frente al mar, empollaría la perla hasta que el dolor encerrado en su interior rompiera su cáscara de nácar.
Un
día, absorta en su irrenunciable incubación, ni cuenta se dio de que
alguien se acercaba con paso decidido. “Hola, preciosa, a ti te estaba
buscando”. Sus ojos se encontraron. Notó un chasquido debajo de la
falda, su cuerpo se estremeció y una sonrisa infinita acompañó mil
lágrimas liberadoras.
Y
sintió como las gotas brotaban de sus ojos, corrían por las mejillas,
descendían por el cuello creando el más hermoso collar de perlas jamás
imaginado. Montserrat Tubau
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